miércoles, 14 de mayo de 2014


La literatura convierte a las islas en un lugar exótico e hipnótico donde el más puro idealismo tiene cabida.

Los hombres y las islas - Pablo Neruda



Los hombres oceánicos despertaron, cantaban
las aguas en las islas, de piedra en piedra verde:
las doncellas textiles cruzaban el recinto
en que el fuego y la lluvia entrelazados
procreaban diademas y tambores.
La luna melanésica
fue una dura madrépora, las flores azufradas
venían del océano, las hijas
de la tierra temblaban como olas
en el viento nupcial de las palmeras
y entraron a la carne los arpones
persiguiendo las vidas de la espuma.

Canoas balanceadas en el día desierto,
desde las islas como puntos de polen hacia
la metálica masa de América nocturna:
diminutas estrellas sin nombre, perfumadas
como manantiales secretos, rebosantes
de plumas y corales, cuando
los ojos oceánicos descubrieron la altura
sombría de la costa del cobre, la escarpada
torre de nieve, y los hombres de arcilla
vieron bailar los estandartes húmedos
y los ágiles hijos atmosféricos
de la remota soledad marina,
llegó la rama
del azahar perdido, vino el viento
de la magnolia oceánica, la dulzura
del acicate azul en las caderas,
el beso de las islas sin metales,
puras como la miel desordenada,
sonoras como sábanas del cielo.



Luis Cernuda - Las islas


Recuerdo que tocamos puerto tras larga travesía, 
y dejando el navío y el muelle, por callejas 
(entre el polvo mezclados pétalos y escamas), 
llegué a la plaza, donde estaban los bazares. 
Era grande el calor, la sombra poca. 

Con el pecho desnudo iba, distraído 
como si familiares fuesen la villa y sus costumbres, 
y miré en un portal al mercader de sedas 
que desplegaba una, color de aurora, fría a los ojos, 
sintiendo sin tocarla la suavidad escurridiza. 
Ante un ciego cantor estuve largo espacio, 
único espectador, y parecía cantar para mí solo. 
Compré luego a una niña un ramo de jazmines 
amarillentos, pero en su olor ajado tuvo alivio 
la dejadez extraña que empezaba a aquejarme. 

Desanudada la faja en la cintura, 
unos muchachos que pasaban, reían, 
volviendo la cabeza. Acaso me creyeron 
Ebrio. Los ojos de uno de ellos eran 
como la noche, profundos y estrellados. 

La humedad de la piel pronto se disipaba 
por el aire ardoroso, a cuyo influjo 
mi pereza crecía. Me detuve indeciso, 
acariciando el cuerpo, sintiendo su tibieza 
lisa, como si acariciara un cuerpo ajeno. 

Seguí, por parajes nunca vistos, 
mas presentidos, igual a quien camina 
hacia cita amistosa. Deponía la tarde 
su fuerza, cuando al fin quise 
buscar reposo ante un umbral cerrado. 

Era un barrio tranquilo. Mis párpados pesaban 
(acaso dormí mucho), y al abrirlos de nuevo 
ya el sol estaba bajo en el muro de enfrente. 
Una presencia ajena pareció despertarme, 
porque al volver la cara vi una mujer, y sonreía. 

Como si de mi anhelo fuese proyección, respuesta 
ante demanda informulada, me miraba, insegura; 
aunque yo nada dije, con gesto silencioso, 
invitándome adentro, me tomó de la mano. 
La seguí, con recelo más débil que el deseo. 

La sala estaba oscura (ya caía la tarde). 
Sobre la estera había almohadas, un cestillo 
anidando manojos de magnolias mojadas, 
de excesiva fragancia. filtró la celosía 
unas palabras de la calle: «Le encontraron muerto». 

Las pensé referidas a un camarada, 
quizá presagio de mi sino. Pero ella, 
atrayéndome a sí, sobre la alfombra 
el ropaje tiró, como cuchillo sin la vaina, 
fría, dura, flexible, escurridiza. 

Mis manos en sus pechos, su cintura 
quebrarse pareció al extenderme sobre ella, 
y en el silencio circundante, al ritmo 
de los cuerpos, oí su brazalete, 
queja del ave fabulosa que escapaba. 

La oscuridad llenó la sala toda 
cuando saciado y satisfecho quise irme. 
En la puerta (ella como mi sombra me seguía), 
al cruzar su dintel, sentí que entre mis dedos 
quedaba el brazalete, ahora inerte y mudo. 

Mucho tiempo ha pasado. No aceptara 
revivir otra vez esta existencia. 
Mas no sé qué daría por sólo aquel instante 
revivirlo. Bien sé que apenas tengo con qué tiente 
al destino, ni el destino tentarse dejaría. 

Cuando el recuerdo así vuelve sobre sus huellas 
(¿no es el recuerdo la impotencia del deseo?). 
Es que a él, como a mí, la vejez vence; 
y acaso ya no tengo lo único que tuve: 
Deseo, a quien rendida la ocasión le sigue.

No hay comentarios:

Publicar un comentario